Entre 2007 y 2008, El síndrome Guastavino fue publicado por entregas en la segunda encarnación de Fierro. Esta era la segunda colaboración entre Carlos Trillo y Lucas Varela después de esa gran historieta infantil titulada El cuerno escarlata.
La serie rápidamente se ganó su lugar en Francia y en España y fue uno de los primeros títulos surgidos de esta andadura de Fierro que tuvo edición en libro de la mano de Reservoir Books.
No era para menos.
Se trata de una obra verdaderamente excepcional, con muchísimos niveles de análisis y uno de los imprescindibles de la historieta argentina de este siglo.
En este artículo no pretendemos agotar todo lo que puede analizarse de la obra pero sí tocar algunos puntos que permitan entrar en diálogo con otros textos críticos muy buenos que ya existen y de los cuales es claro deudor.
Advertencia: Esta no es una reseñita de las que escribo habitualmente, es un análisis así que está lleno de referencias al texto, sus personajes y su argumento. De modo que si no querés spoilers, andá cerrando esta pestaña, lee el libro (que está buenísimo y reeditado por Hotel de las Ideas en 2022) y volvé.
Los antecedentes
Hay dos obras de Trillo que pienso como antecedentes de esta.
Una es Las puertitas del Sr. López. Un oficinista sensible y con una imaginación desbordante pero tan cobarde y pusilánime que es incapaz de atreverse a realizar ninguna de las fantasías que sueña. López es una de las grandes creaciones de Trillo y Horacio Altuna y funcionó como una crítica desesbozada a la sociedad argentina de los setenta.
El otro antecedente sería Sarna.
Podríamos considerar que el tema central de El síndrome Guastavino trata sobre las secuelas de la dictadura en la sociedad argentina y las formas en las que quienes participaron de ella se reinsertaron dentro de la sociedad democrática.
Esta temática ya había sido abordada por Trillo en Sarna, un álbum de 44 páginas a todo color publicado por Iron Eggs Ediciones en 2004 y reeditado por Black Cat en 2022. En este caso, lo acompañaba en la parte gráfica un deslumbrante Juan Sáenz Valiente que hizo un despliegue de virtuosismo técnico tan impresionante que no dudo en decir que nunca se había visto en la historieta vernácula.
El problema (para mí… y sé que van a lincharme por esto) es el guion. El peor guion que leí de Trillo y eso que leí muchísimos.

El teniente Lucho “Sarna” Lasabbia es un ex represor, un perverso, un degenerado psicopático y ególatra, un mutilado moral capaz de todas las bajezas y ruindades, un personaje con el que es imposible empatizar pero que, a la vez, no podía ser más chato, unidimensional y carente de interés. Una vez que entendiste que el tipo es el MAL encarnado, ya está. No hay nada más ahí.
Los otros personajes están menos desarrollados aún, secundarios desaprovechados, un antagonista casi inexistente y una historia que avanza dando palazos de ciego hasta que, en algún momento se termina con ese mensaje que cierra muchas obras de Trillo y que puede resumirse en un verso de Discépolo: “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé”.
El síndrome Guastavino revisita el tópico (e incluso reversiona alguna escena como el encuentro del protagonista con el milico que se queja del nuevo contexto) pero mejora casi todos los defectos del guion anterior: Desarrolla mejor a los secundarios, le da más espesor e interés al contexto y, sobre todo, crea un protagonista detestable pero complejo, al que da gusto ir pelando como una cebolla para descubrir lo que tiene adentro.
La (a)temporalidad
Uno de los aspectos más interesantes para analizar en este libro es el uso de la temporalidad. En cualquier obra que tenga como base un acontecimiento o un proceso histórico se vuelve relevante la ambientación y cierta rigurosidad en cuanto al manejo de los tiempos.
Imaginemos que abordamos esta lectura por primera vez:
En la primera página de El síndrome Guastavino, los burócratas de un ministerio se preparan para tomarse la hora del almuerzo. Varios se ponen sus sombreros antes de salir.
La información disponible para el lector lo lleva a ambientar la acción entre la década del veinte y el cincuenta pero no más allá.
Esa es la primera pista falsa que nos dan Trillo y Varela.
Como ya anticipamos, la historia transcurre después de la última dictadura militar y ese es un elemento clave del relato que se revelará más adelante. Esa ambientación cincuentera no es posible. ¿Puede ser una licencia poética? ¿Un elemento metafórico?
Puede ser, pero ese recurso impide que el lector tenga la certeza sobre el momento exacto en que ocurre la acción y eso en términos políticos es fundamental.
Si son los ochentas, estamos en el contexto de la CONADEP, el juicio a las juntas, pero también de las leyes de obediencia debida y punto final. Si estamos en los noventa, es el contexto del indulto y la política de estado de olvido y reconciliación pero también el surgimiento de HIJOS. Si estamos en los 2000, hablamos de la reapertura de los juicios, la ESMA convertida en el Museo de la Memoria pero también la desaparición de Julio López.

Al salir de la oficina, la cosa no se aclara mucho. Sabemos que la arquitectura ecléctica de nuestra Buenos Aires llena de edificios históricos es bastante atemporal. El dibujante se cuida también de no dar indicios demasiado claros sobre los modelos de los vehículos, aunque los pocos que pueden reconocerse apuntan más al siglo pasado que a este.
Nos queda remitirnos a la edad de los personajes pero, también acá, Trillo y Varela se las arreglan para darnos el esquinazo.
Tenemos varios flashbacks pero todos están filtrados por el recuerdo del propio protagonista y pronto entenderemos que sus recuerdos no son confiables.
Tratando de eludir su responsabilidad en las torturas y vejámenes a los que sometieron a Analía Silveyra, él se recuerda a sí mismo como un inocente niño de ocho años. No obstante, otros personajes lo confrontan con la realidad de que en ese momento ya era un adulto joven.
Si tratamos de fijarnos en otros personajes, la cosa no se aclara demasiado: Aaron Guastavino en el presente del relato está muerto; Analía casi no denota un cambio de edad entre los flashbacks y el presente.
Un caso notable es el de la madre de Elvio. En el presente del relato se nos presenta como una anciana muy mayor, postrada en una silla de ruedas. Pero en tres escenas distintas de flashback se la ve envejecer notoriamente aunque solo pasaron semanas.
Es evidente que la dupla autoral no quiere darnos elementos para que podamos anclar la acción en un momento histórico preciso y se cuidan bien de descolocar constantemente la temporalidad.
En el nombre del padre
Es evidente que en El síndrome Guastavino existe un fuerte mandato patriarcal que se explicita en la escena en la que el capitán Aaron Guastavino le da a su hijo Elvio la llave del armario para que siga torturando y violando a Analía.
Ese mandato se ve reforzado por distintos personajes y situaciones a lo largo de la obra.
Posiblemente, el más claro sustituto de la figura del padre aparezca en el coronel Cancelo. Él es quien le explica la situación de debilidad en la que se encuentra el ejército por culpa de la democracia pero también es quien le entrega la póliza del seguro de vida de su madre que la institución siguió pagando mensualmente. Con ese dinero, Elvio podrá, por fin, comprar a Luisita.
La parafilia que el protagonista desarrolló mientras veía a su padre ejercitar sus técnicas de tortura con las muñecas por fin podrá concretarse. En este sentido, el coronel Cancelo “cancela” la deuda contraída por el padre pero para eso es necesaria la muerte de la madre. De hecho, es doblemente necesaria ya que solo cuando la madre muriera Elvio volvería a abrir el armario del padre, y a su vez, porque solo con el seguro de vida de la madre, Elvio puede comprar a Luisita.

Un caso más oblicuo es el dueño de la casa de antigüedades. Este es menos obvio ya que, en principio, un judío estereotípico (asesinos de Cristo y siempre sospechosos de internacionalismo apátrida) difícilmente pueda asociarse a la figura de un capitán del ejército argentino patriota y cristiano. Sin embargo, ambos personajes se conectan en tanto que se erigen en guardianes del placer del protagonista. En ambos casos, se trata de un deseo tantálico que se muestra y se niega al mismo tiempo. El capitán lleva a Analía a su casa donde su hijo y su esposa pueden verla mientras que el anticuario tiene a Luistita expuesta en la vidriera del negocio.
El padre tenía el poder de habilitar la sexualidad del hijo simbolizado en la llave del armario. Lo que pide a cambio es que Elvio se convierta en su sucesor: “Te quedás con ella como mi suplente”.
El judío, para cumplir con el estereotipo, lo que quiere es dinero.
Pero por si todo esto fuera demasiado sutil, Trillo decide hacerlo muy explícito: Ambos personajes se llaman “Aaron”, un nombre totalmente infrecuente en Argentina y que casi obliga al lector a establecer la conexión.
Elvio Guastavino parece condenado a seguir ese mandato paterno imposible de romper. O condenado a repetir como farsa la gran tragedia que representó la dictadura militar en Argentina.
Así, cuando trata de esconderse una noche en un lugar donde nadie lo conozca, se dirige al hotel al que su padre llevaba a Analía y cuando decide vengarse del anticuario y de Felicitas, lo hace vistiéndose con el uniforme de fajina del viejo capitán muerto.
Las mujeres
No obstante, también hay un grupo de personajes femeninos fundamentales para el desarrollo de la acción y que, en mayor o menor medida cumplen un rol dentro de las relaciones de poder que impone esa sociedad patriarcal.
La más funcional al mandato social establecido es la señora Lucrecia Vanegas Mur, una vieja ricachona que vive en un palacete de la avenida Alvear con mucama de uniforme y todos los clichés de la alta sociedad porteña. Siguiendo con el indescifrable rompecabezas temporal que propone la obra, parece una anciana pero tiene una hija que no aparenta más de ocho años. Sin ser muy brillante, Elvio logra engañarla apelando al básico recurso de simular que pertenece a su misma clase social. Hacia un hombre con doble apellido, vestido con ropa cara, que se expresa con afectación y le regala rosas, Lucrecia no puede albergar la más mínima sospecha.
Analía Silveyra es lo más parecido que tenemos a una heroína. Secuestrada y torturada por los genocidas de la dictadura, logró escapar y salir del país. En el presente del relato vuelve buscando justicia pero se encuentra con que el capitán Aaron está muerto y su esposa es un despojo humano al que matar sería un acto de compasión. Solo le queda Elvio pero este también se le escapa. Un personaje que encarna la integridad y el coraje pero que no logra imponer su objetivo de justicia.
Quien sí logra llevar a cabo ese acto de justicia es Georgina Iturbide de Guastavino. Ella es quien mata al sádico capitán, le vacía el cargador del arma reglamentaria y, ya con su esposo muerto en el piso, sigue gatillando con la pistola vacía. Tal era el odio y proporcional la descarga catártica que esa escena genera en el lector.
Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿Son las motivaciones de Georgina las mismas que las nuestras? ¿Mata al marido porque es un represor, un torturador y un sádico? Yo creo que no. Al menos no es lo que dice. Georgina dice que Aaron es un degenerado, habla de promiscuidad y de “los peores ejemplos de infidelidad que un hogar cristiano puede tolerar”. Georgina no intenta ayudar a Analía mientras está secuestrada, no empatiza con ella, siempre la llama “esa mujer” o “la presa”. Georgina no cuestiona el accionar de su marido excepto en una cosa: que tenga sexo fuera del matrimonio.
El último personaje femenino importante (tal vez el más raro y el mejor) es Felicitas. Pido disculpas si mi interpretación parece demasiado fantasiosa pero para mí, Felicitas siempre fue la versión zombi de Mafalda. Tiene más o menos la misma edad, la misma ropa, la misma vincha y el mismo corte de cabello. Solo que mientras Mafalda parece una niña sanita y regordeta, Feli parece enfermiza y monstruosa. Ese carácter deforme se ve acentuado en la escena de la pecera en la que la mitad del rostro de la niña se ve distorsionada por el cristal.

Así como Mafalda, Felicitas tiene reflexiones adultas que no se corresponden con su edad. Es una niña/adulta. Incluso tiene el cabello cano como su madre. En un contexto en el que casi todos los personajes se expresan con gran afectación, Felicitas rompe completamente el registro de la obra y en su primer parlamento le espeta a Guastavino “¿Y a vos qué mierda te importa, bolú”. Pero lo anómalo del personaje va más allá, haciendo saltar por los aires cualquier verosímil realista. La niña/anciana entiende todo apenas verlo, adivina las intenciones de Elvio y las perversiones que lo mueven y hasta sabe lo que lleva en el portafolios sin haberlo visto.
Para no dejarlo en el tintero, mencionemos también a la empleada de limpieza de la casa de subastas (de rasgos claramente americanos) que en un gesto conscientemente rupturista, le pone la careta de Luisita al busto de Julio Argentino Roca. La aparición de la figura de Roca en esa última escena establece un equilibrio en la valoración histórica del ejército argentino. Mientras Aaron Guastavino se refería a sí mismo como “un hombre del ejército del general San Martín” (héroe induscutido de la independencia americana), Roca nos recuerda que esa misma institución se consagró más tarde al exterminio de los débiles para aumentar las ganancias de las familias más ricas del país.
Viaje al corazón de la oscuridad
Unos párrafos antes analizábamos la primera página del libro. Esa en la que lo oficinistas del ministerio salían a la hora del almuerzo. Lucas Varela la resuelve con una línea muy clara y una paleta convenientemente fría y quebrada. Fiel a su estilo, combina lo caricaturesco de los rostros y las proporciones anatómicas con un nivel enloquecedor de detalles.
Por un lado se aleja del realismo, por el otro se acerca tanto que parece querer dibujar cada cable de cada teléfono, cada bolígrafo sobre cada escritorio, cada papelito tirado en el suelo.
Lucas representa a la perfección el clima opresivo de una burocracia kafkiana en la que a Guastavino le llaman la atención por volver a su puesto dos segundos tarde o por llorar sobre unos biblioratos. “¡Desde ahora está prohibida la angustia, infeliz!”
Otra tensión en el estilo del dibujante se da entre la limpieza y la suciedad. Su trazo es muy limpio, pero su cuidado por el detalle hace que llene las viñetas de manchitas en las paredes, mugre en las calles, charcos de líquidos indefinidos en los rincones oscuros y bichos debajo de los muebles.
Lo importante es que Varela es tan eficaz en su narrativa gráfica que rápidamente establece un pacto de lectura verosímil con el lector. La deformación de la realidad está acotada a determinados elementos y permanece coherente página tras página por lo que el lector asume el estilo y sabe lo que puede esperar.
Esto no es así en El síndrome Guastavino porque partiendo de ese inicio frío y burocrático, el relato nos propone un descenso hacia la locura y el asco.
La primera ruptura se da en la genial escena en la que Guastavino enciende la luz y podemos ver el desorden y el deterioro del departamento en el que vive con su madre, lo que contrasta con el orden aséptico de la oficina. Pero al avanzar el relato, ese departamento se va convirtiendo en una fosa hedionda de pura mugre, vómitos y sábanas sucias de mierda.

La segunda ruptura se da en el propio estilo del artista. Si bien desde el comienzo incorpora las metáforas visuales propias del humor (en la página 7, Guastavino corre y es como si se levantara un viento), a partir de la página 59, Varela empieza a variar las proporciones deformadas del personaje, haciendo que, en algunas escenas, la cabeza crezca en proporción al cuerpo para mayor expresividad. Algunas veces, esa macrocefalia estará justificada por un escorzo y otras será puramente metafórica, con lo que el artista rompe incluso el verosímil deforme que él mismo planteara al comienzo de la obra.
El título y una hipótesis de lectura
Todo lo expuesto hasta aquí me lleva a una hipótesis cuya clave de lectura encuentro que se condensa en el título.
Cuando Trillo le llevó la serie a los franceses, no dudaron en publicarla pero decidieron cambiarle el título por L’héritage du colonel. Más tarde, los españoles optarán por la misma fórmula titulando La herencia del coronel. Es raro porque Aaron Guastavino era capitán (ningún coronel se ocupaba de torturar él mismo a las personas secuestradas) aunque es cierto que aparece un coronel: Cancelo, el que le da a Elvio la póliza de seguro de su madre. Esa puede ser su “herencia”.
De todas formas, el título funciona porque la idea de herencia remite a ese mandato patriarcal que ocupa un lugar central en la obra y que ya hemos analizado.
No obstante, no es ese el título original que Trillo había pensado para la obra. En El síndrome Guastavino, la idea de la herencia paterna está implícita en el apellido ya que casi todos llaman al protagonista por el apellido que es, obviamente, el de su padre.
Pero una herencia y un síndrome son cosas muy distintas. Una herencia puede ser buena o mala pero un síndrome es una enfermedad. Y una enfermedad nunca es buena, a veces se extiende y se contagia a toda una comunidad… y a veces te mata.
Ni los españoles ni los franceses podían entenderlo pero en Argentina, la herencia de la dictadura es una enfermedad que nos contamina a todos. Todos somos herederos de los desaparecidos, de los genocidas o de la inmensa mayoría de los que se hicieron los boludos y miraron para otro lado.
Trillo dirá en el texto que acompañaba la publicación del último capítulo en Fierro:
“Uno aprendió también que en este país pasaron cosas muy feas. Y que esquirlas de la peor locura han ido quedando en muchas cabezas compatriotas”
Elvio Guastavino es una crítica a toda la sociedad argentina como en su momento lo fue el Sr. López. La diferencia es que López era solo un pusilánime. Guastavino, sin dejar de autocompadecerse, es capaz de violar a una mina o matar (literalmente) a su madre de hambre.
Nuestra sociedad, como Guastavino, elige cambiar la historia y contarse a sí misma una mentira con tal de no tener que asumir un pasado doloroso en el que la sociedad civil fue cómplice por acción u omisión de los crímenes de la dictadura.
Nuestra sociedad, como Guastavino, cuando las cosas se complican demasiado corre a ponerse de vuelta el viejo uniforme de fajina de nuestros antepasados para pedir mano dura, palos y represión para los que ponen en peligro el orden social.
Crítica de la crítica o disculpen la endogamia
Por último quiero mencionar que cuando Hotel de las Ideas publicó El síndrome Guastavino en 2022 dudé en comprarlo porque ya lo tenía. Me decidió a hacerlo el hecho de que incluyera un nuevo prólogo de Mara Burkart y Mariela Acevedo. Sin ese prólogo y sin el encuentro que tuvimos ese mismo año, estoy seguro de que hoy no habría escrito este artículo.
En ese texto teórico las dos autoras analizaban el cambio de contexto socio-político entre la fecha de la publicación original y la de esta reedición en la que la derecha argentina se había consolidado como una alternativa electoral dentro del sistema democrático.
Mara y Mariela analizan a Guastavino en un contexto en el que Macri fue presidente, un ex carapintada fue candidato a presidente y el negacionismo ganó fuerza llegando hasta el congreso donde se cuestionó oficialmente el número de los 30.000 desaparecidos.

Me pregunto qué nueva lectura harían de la obra en el contexto actual, con una vicepresidente defensora de genocidas, con un presidente que dice que los derechos humanos son un curro y con diputados que visitan a los asesinos de la dictadura en la cárcel.
Me lo pregunto yo. Podría mandarles un mensajito y preguntárselos a ellas pero… ¿Para qué amargarlas?
Lo cierto es que la lectura de esta obra, lamentablemente, sigue siendo de una actualidad feroz.
Cuidado, muchachos. Anda mucho Guastavino suelto.